Desde el aire el aeropuerto de Djanet en el sur de Argelia es una pequeña mancha blanca rodeada por un océano de arena. Llegamos de madrugada, un día tarde por nuestros retrasos administrativos y la demora del equipaje. No sabíamos si nuestros guías nos estarían esperando o se habrían ido por la tardanza. Tras tomar tierra en la diminuta pista vimos a un hombre vestido con una túnica azul sentado plácidamente en el suelo. Se dirigió a nosotros en francés para preguntarnos solamente si éramos los de la televisión. Cargamos todos nuestros bultos en la parte trasera de un viejo y destartalado cuatro por cuatro y sin mediar palabra nos introdujo con su vehículo por en medio del desierto. No sabíamos a donde nos llevaba, la expresión de su rostro era serena a la vez que altiva y yo tranquilicé a mis compañeros pues no veía peligro alguno. Aunque lo cierto es que la situación era bastante desconcertante. Al fin vimos un fuego a lo lejos y allí, durmiendo en el raso estaban los integrantes del grupo que nos llevaría a través de la inmensidad del desierto. Nos sentamos a tomar un te amargo como la hiel y con el jefe de ellos charlamos sobre la historia de su pueblo a la vez que los primeros rayos de sol descubrían a nuestro alrededor un maravilloso desierto.
Sobre el origen de su nombre los historiadores no se ponen de acuerdo y son dos las teorías que pugnan por explicar la formación del vocablo tuareg. Para unos esta palabra proviene del término árabe targa, que significa “jardín”, y cierto es que la zona donde hoy habitan estos nómadas fue antaño un frondoso bosque. De otro lado están los que ven su origen en el siglo VIII, cuando una invasión de guerreros provenientes de Marruecos, los chorfa, se adentró en el desierto argelino para islamizar a las tribus de infieles que habitaban la zona. Pero su éxito fue parcial, pues aunque se convirtieron al Islam, jamás abandonaron sus antiguas tradiciones animistas, fuertemente arraigadas en sus usos cotidianos. Por ello los denominaron tawarek, que significa “los abandonados de Dios”, así por ejemplo las mujeres tuareg no utilizan velo y no dudan en acudir hasta el taleb, el hechicero de la tribu para pedir consejo. Desde entonces éste pueblo rebelde se convirtió en un proscrito, y no paró de guerrear durante toda la Edad Media con sus vecinos. Temidos, respetados, y a la vez odiados se convirtieron en la llave para atravesar el desierto. Pedían tributos a las caravanas saqueando aquellas que se negaban a pagar impuestos, no importándoles en absoluto la religión que profesaban los mercaderes. En sus incursiones llegaron hasta el corazón del África negra, comerciando con esclavos, oro y marfil con otros pueblos de la ribera mediterránea. Sus vecinos siempre se desconcertaron ante su comportamiento, puesto que cuando ofrecían hospitalidad eran capaces incluso de dar su vida, y por el contrario en la guerra eran crueles y sanguinarios hasta el extremo. Así desde 1850 hasta 1917 las tropas francesas lucharon contra ellos consiguiendo al fin doblegarlos, pero incluso cautivos ni uno sólo de ellos colaboró con el invasor, antes preferían la muerte. Respecto a su nombre, para ellos el vocablo tuareg siempre supuso un insulto, y se denominan entre sí imosagh, palabra enigmática cuyo significado se ha perdido para siempre en la noche de los tiempos. Y sí alguno de sus taleb, encargados también de preservar las tradiciones, lo conoce, jamás se lo ha dicho a ningún occidental.
En la actualidad apenas si quedan unos trescientos mil diseminados por un territorio de un millón y medio de kilómetros cuadrados. Se dedican al pastoreo y quedan muy pocas tribus nómadas. En sus periplos anuales en busca de pasto pueden llegar a superar los 1.500 kilómetros de travesía, entre Argelia, Niger y Mauritania. Se orientan para tales menesteres exclusivamente por las estrellas, que no sólo los guían en el duro camino, sino que los llevan hasta los pozos de agua que ellos únicamente conocen. En resumen una vida de otros tiempos que hoy en día está a punto de desaparecer.
Rumbo a un mundo perdido
A partir de aquí nos esperaban dos semanas en las que como pocas veces disfruté del máximo sentido de la palabra aventura. En varios coches cuatro por cuatro dignos de ser parte de un museo atravesábamos las dunas aguantando temperaturas que rondaban los cincuenta grados sin aire acondicionado. Visitamos varios poblados tuareg donde miembros de diferentes etnias de este pueblo nos brindaron su conocida hospitalidad. Comíamos con las manos y no pudimos ducharnos hasta nuestro regreso a España. Dormíamos en el raso disfrutando cada noche con aquel increíble cielo pintado con miles de estrellas. Nuestro primer destino fueron las tierras del sur para ser testigos de uno de los enigmas arqueológicos más desconcertantes a los que me haya enfrentado. Gigantescos círculos concéntricos hechos con piedras que miraban hacia el este estaban encaramados en áridas colinas como testigo mudo de inmemoriales cultos al sol. Para los arqueólogos reminiscencia de antigua religión, para los tuareg son tumbas de gigantes que un día habitaron en este lugar. Este tipo de símbolos están diseminados a lo largo de miles de kilómetros de desierto y no sólo los hay del tipo que nosotros estábamos filmando y fotografiando. Existen otros por ejemplo más hacia el oeste donde se dibujan moscas y bumeranes que desconcertaron a los pilotos de avión que los divisaron hace décadas. Signos hoy mudos de un antiguo código cuyo significado se desconoce. Y así, recorriendo los misterios de esta tierra dura fue que nos acercamos hasta el comienzo de la parte final y más dura de nuestro viaje.
Nunca olvidaré la noche que acampé a los pies del mágico Tafililet, la montaña que alberga el sendero por el que se asciende al Plateau del Tassili. Acompañados por una cordada de asnos y un joven que de niño fue nómada, nos internamos en uno de los lugares menos explorados del planeta. En la ascensión hasta su cumbre se tardan unas ocho horas andando por un auténtico camino de cabras. Al llegar a los mil ochocientos metros de altura se llega a un mundo olvidado. Más de veinte mil pinturas rupestres existen en esta meseta elevada que parece un paisaje marciano. Al ir a ver los primeros dibujos recuerdo que el guía nos gritó: “Cuidado bajo estas piedras hay una serpiente venenosa”. Efectivamente un dibujo en la arena en forma de ese advertía de que una víbora, cuya picadura es mortal estaba allí acechando. Esa fue la primera de nuestras sorpresas.
Una semana en total estuvimos caminando por las alturas. Desde las doce y media de la mañana hasta las tres teníamos que resguardarnos del calor a la sombra de las rocas pues los más de cincuenta grados que se registraban en aquella época cercana al verano nos impedían la marcha. Esto provocó un retraso en nuestra expedición que nos llevó a tomar diferentes atajos en aquel laberinto rocoso para no demorarnos en exceso. Y fue este motivo y no otro, el de tomar caminos menos conocidos lo que nos llevó a encontrar una extraña pintura que no había sido recogida hasta entonces en los diferentes libros de arqueología que se habían publicado sobre la zona. Un ser extraño con cuerpo abombado y brazos largos estaba siendo agasajado por otro que le hacía ofrendas. La similitud de aquel dibujo con los que estamos acostumbrados a ver sobre los supuestos extraterrestres que han visitado nuestro mundo fue lo que nos empujó a bautizar aquel ser con el nombre de “el alienígena”. Una de tantas pinturas rupestres que existen todavía sin catalogar en la zona y que nos muestran escenas realmente insólitas.
En la fecha prevista llegamos hasta el lugar conocido como Djabaren, cuyo significado en lengua tuareg significa: “el valle de los gigantes”. Paredes rocosas que albergan las pinturas rupestres más grandes del mundo y tuve por fin ante mis ojos el dibujo que el arqueólogo Henry Lothe bautizó como “el gran dios marciano”. Un ser enorme que parece llevar un traje de astronauta con tanto detalle que incluso se adivina en su cuello el posible mecanismo de ajuste de su escafandra. Después de casi dos semanas de expedición estaba bastante cansado pero no pude resistirme a sentarme delante de él durante varios minutos mirando su figura desafiante que fue plasmada allí por nadie sabe quién hace miles de años. Nuestro viaje había merecido la pena pues habíamos llegado ante uno de los mayores enigmas que nos ha legado la historia ¿Por que culturas antiguas habían realizado dibujos así? Era como si adelantándose a la era espacial algún profeta desconocido hubiera sido capaz de contemplar el futuro. O quién sabe si como dicen otros, me hallaba ante el reflejo de la visita de seres de otro mundo que se posaron aquí al comienzo de los tiempos. Jamás lo sabremos y en ello reside su atracción, en su eterno secreto.
Bajé de aquel mundo olvidado y tumbado de nuevo en la arena, contemplando las estrellas acotadas por las montañas de viva roca por las que antes había caminado, sólo tuve un pensamiento. Recordé la frase que un tuareg me dijo, y la entendí como nunca: “Cuando estés por la noche en el desierto no digas que silencio, simplemente di, no oigo”. Por desgracia no escuché el secreto de la pinturas, pero si la magia de aquel fascinante desierto.